miércoles, 1 de marzo de 2023

EL ÚLTIMO ALETEO.

 Jueves, 2 de marzo. 

  Cuando Midi nació, su cuerpito se sentía tan frágil que, al acariciarlo parecía más blandito que las demás niñas y olía a algodón de azúcar. Supimos, desde el primer instante en que irrumpió con su cabello de trigo maduro y sus ojos de lirio azul, que nuestro mundo tornaría insignificante, como una gota de lluvia en un mar enfurecido. Los cambios se sucedieron a un ritmo vertiginoso. Nueva residencia, nuevo idioma, dejamos atrás amigos y un sinfín de recuerdos.

  Midi tiene un mundo y un lenguaje propios. No expresa dolor, aunque sí alegría. Cada gesto abre un abanico de sentimientos difícil de acotar, lo que requiere una atención constante y un esfuerzo creativo sin límites. No le gustan los abrazos, pero cuando ríe, lo hace de veras y toda su carita se ilumina. Si tuviera que situar el mundo de Midi, a buen seguro que sería en una estrella.

  El desarrollo cognitivo de Midi es causa de preocupación constante. Se podría decir que viaja por nuestro mundo a bordo de «un pensamiento mágico», algo así como no complicarse demasiado en entender las claves de su funcionamiento. Sin embargo, su capacidad de ponerse en el lugar de los demás, no está a nuestro alcance. Su torpeza la disimula con sonrisas como soles, pero sus labios aun siguen sellados. Así que sus ojos, de lirio azul de mayo, emiten señales encriptadas, dibujan con trazo firme. Es como un lenguaje futurista que nos convierte en forasteros sobre la tierra.

  Mamá se ha convertido es una experta en tomar decisiones difíciles, de esas que no admiten error. Las necesidades de Midi se hicieron acreedoras de atenciones tan especializadas que los primeros meses de su vida, fueron una vorágine, un remolino impetuoso que, por momentos nos arrastraba al fondo, y en otros nos alzaba sobre las copas de los árboles. Mamá es una aventurera nata, así que cuando llegó el momento, cogió su «Fedora, color ciervo y su látigo piel de canguro de 10 pies», y comenzamos esta aventura.

  Es fácil saber lo que le gusta a Midi. Sus movimientos torpes se tornan aleteos de mariposa y emite unos ruiditos semejantes al gorjeo líquido de un colibrí. Sin embargo, apreciar lo que le disgusta, te puede llevar toda una vida.

  Se despierta muy de mañana, con la llamada impaciente de los primeros rayos del sol, y comienza su silencioso ritual de preparación. Supongo que, de tener plumas, haría como la avutarda, levantaría la parte trasera de su cola en dirección al sol, para que su luz convirtiera el blancor de sus plumas en un brillante reclamo. Observar a Midi es pactar con las horas un retiro. Lo que para nosotros es cotidiano, para ella es un reto que cada día se le presenta con la misma dificultad que el día anterior. Así que vestirse resulta su particular odisea que, enfrenta con astucia y paciencia; en sus ojos no hay el menor atisbo de queja, realiza su tarea con la paz propia de los caminantes sobre sendas que solo se reflejan en el cielo. Midi siempre va a la moda y es tan hábil en el arte de vestir bien, que los espejos se quedan a mirarla con suma delicadeza.

  Sophie pasa con Midi, dos horas, cinco días a la semana. Es terapeuta ocupacional y su difícil misión consiste en ayudar a Midi con los desafíos que le marca su peculiar procesamiento sensorial. Su cerebro no registra correctamente los datos sensoriales, o sea, la información que le llega a través de sus sentidos. Esto provoca que, un sonido, una imagen, una textura, un olor, un movimiento o la temperatura, genere respuestas dispares, unas veces de apatía y otras, de excesiva atención. Esta información registrada ha de ser modulada de forma correcta. Midi no siente bajo sus pies la fuerza de la gravedad como la mayoría de la gente. Cuando camina, siente que el suelo es una pequeña barca a merced de un mar paciente, pero con temperamento. Subir a un tobogán es algo impensable, se limita a observar su infinita y poderosa imagen. Sinceramente, no parece preocuparle demasiado pero su gran desafío son sus manos. Las busca con frecuencia para tomar conciencia de que aun siguen ahí y cuando las encuentra, un suspiro de alivio se escapa de entre sus labios sellados. A Midi no le gusta que la toquen sin avisar. Lo que parece de una lógica razonable. Si hemos cambiado lo presencial por lo telemático, estamos preparados para aceptar esta forma de sentir, adelantada, si nos paramos un segundo a pensarlo. Y es que la sabiduría funcional de Midi no está a nuestro alcance.

  Pero aun queda un desafío más, y es que la parte aventurera de su cerebro, encargada de querer buscar y descubrir sensaciones nuevas, está en números rojos, lo que se traduce en cierta desgana. Y justo en este punto es donde aparece mamá con sus proyectos llenos de fantasía. Como aquel invierno en que se propuso enseñar a Midi a ponerse un gorrito con florecillas escarchadas de un tono violeta. Todos y cada uno de los días situaba a Midi frente al espejo y una vez vestida, colocaba en su cabecita el glorioso gorrito. Y decía al espejo con cierto aire vacilante: «¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí? Dime, ¿Es a mí? Entonces, ¿A quién demonios le hablas si no es a mí? Aquí no hay nadie más que yo. ¿Con quién demonios crees que estás hablando?». Midi reía y reía, inundando la habitación de sonidos desordenados pero muy graciosos que, a mamá le hacían profundamente feliz. Acto seguido, quitaba el gorrito a Midi y le decía: «Aquí dejo este precioso gorrito», y lo colocaba cuidadosamente sobre la cama. «Quizá sepas tú, de alguna niña que le gustaría ponérselo, si es así házmelo saber o mejor aun, dile que lo puede coger y ponerlo; toc, toc, ¿entendido todo por ahí?», le decía mamá golpeando suavemente su cabecita. Ni un solo día consiguió que Midi saliera de la habitación con el gorrito sobre su cabeza, de hecho, es que ni lo tocaba, permanecía en el mismo sitio en que lo había dejado mamá antes de abandonar la habitación. Llegó la primavera y mamá guardó el gorrito en el cajón de la cómoda hasta el siguiente invierno que, incansable, volvería a poner en marcha el proyecto «gorrito de florecillas».

  Un buen día, mientras mamá preparaba la comida, Midi apareció en la cocina con su gorrito, con tanta gracia colocado, que las florecillas parecían doblar sus verdes tallos entonando un coro de risas melodiosas. Y es que, en un recóndito lugar del cerebro de la dulce Midi se dibuja un botón, tan pequeño que casi pasa desapercibido, pero cuando Midi lo encuentra y lo pulsa, su «sistema quiero hacerlo», se pone al día y nos regala estos momentos, tan emocionantes, como descender por una montaña rusa. En los que, por unos segundos, las caras desencajadas adoptan la naturalidad de un sentimiento real. Y así es guardado en la memoria poética.

  Les podría seguir contando, pero es noche cerrada, mañana nos espera un gran día, Midi va a visitar a Shabdiz, un precioso caballo árabe. La primera vez que los ojos de Midi se cruzaron con los de Shabdiz se produjo lo que mamá califica de «sentimiento», entendido como emoción consciente. Mamá mide con sumo cuidado las emociones de Midi. Cada una de ellas supone una carrera llena de obstáculos hasta la meta, la expresión emocional. La mayoría de las veces, esa emoción se disipa en la noche cerrada y deja un vacío, si cabe aun mayor. Pero otras veces y, esas son las que realmente cuentan, la emoción generada traspasa los límites de su particular naturaleza, dándole tiempo suficiente para que se convierta en un sentimiento que, consciente de su existencia, abandona su cuerpo y te habla, y las palabras que utiliza se quedan enamoradas de la pureza que desprende. El infinito mundo de las cosas pequeñas, de los detalles que nos conducen como rápidos por el río de la vida. El reloj de Midi tiene su propio tren de engranajes. Cada pasito es medido con lupa y registrado con sumo cuidado en el libro de proyectos de mamá. La terapia con Shabdiz ha sido todo un acierto.

 Buenas noches…

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